domingo, 2 de agosto de 2015

Aquellos buenos viejos tiempos


Aquellos buenos viejos tiempos
publicado en La Nación edición impresa La Nación Revista
fecha Domingo 25 de julio de 1999
Un viejo cuadro de Oscar Barrovecchio retrata la
Richmond de Bernardo de Irigoyen y Cochabamba,
pero refleja en realidad el clima de los viejos cafés porteños,
con sus mesas de madera y las galerías a. Foto: Barrovecchio
No quedan muchos de los antiguos bares y restaurantes porteños. Recordarlos es rescatar la identidad perdida
A Principios de 1933, pensando con gran acierto cómo venía la ola nazi, el padre del joven Fritz Abt, de 20 años, vienés, judío, especialista en la importación y exportación de textiles, decidió enviarlo a Buenos Aires, a ver si los aires eran más favorables que en Europa. 
Sacó un pasaje y el joven recibió como obsequio un ejemplar de las Guías Azules, dedicada a la Argentina, Paraguay y Uruguay y editada por el Touring Club Italiano (TCI) en octubre de 1932, la que me regaló don Fritz antes de fallecer, a los 80 años.
Dicha guía es tan notable como poco conocida, y su autor, Carlo Grigioni, fogueado funcionario del TCI, recorrió exhaustivamente los tres países.
Buenos Aires merece especial atención. 
La lista de restaurantes, sin incluir en ella los de los muchos hoteles, merece ser reproducida: Corrientes, Corrientes 1772; Conte, Cangallo 900; Ferrari, Sarmiento 1399; Mario, Corrientes 1443; La Sonámbula, Victoria 400; Armenonville, Barrio Parque, Palermo; Pedemonte, Rivadavia 619; Chiquín, Cangallo 916; El Tropezón, Callao 248; La Terraza, Corrientes y Paraná; Ricciardi, Corrientes 452; Félix, Carlos Pellegrini 44; El Fogón, Callao 249; Baiardino, Charcas 1247; Trocadero, Bartolomé Mitre 259; Florida, Galería Güemes; Charcas Napolitano, Charcas 1317; Al Sibarita, Maipú 321 y Sarmiento 264; Máximo, Maipú 116; Julien, Esmeralda 501; Odeón, Esmeralda 355; La Emiliana, Paraná 332; Piamonte, Sarmiento 1231; Giardino di Napoli, Paraná 342; Napoli in Buenos Aires, Corrientes 1645; Rheingold, Sarmiento 651; Royal Keller, Esmeralda 385; España, Sarmiento 531; Munich, Avenida de Mayo 834, Pueyrredón 195, Santa Fe 4275; El Tráfico, avenida Alvear 2780; Dietze, Echeverría 2292; Vértiz, avenida Vértiz 1600 ("los tres últimos con jardín", se aclara).

Luego, la guía señala como "restaurante de lujo, extracategoría" la Hostería del Greco, Libertad 743, así como los de las estaciones de Constitución y Retiro.

Como el lector podrá observar, salvo error u omisión, la gran mayoría no existe más. Mejor destino tienen los cafés y confiterías, aunque se nota el deceso de La Cosechera, La Brasileña, Paulista, París, del Aguila, El Molino, etcétera, así como la decadencia o la violenta y criminal cirugía a la que han sido sometidos otros. La guía aclara que hay muchos más restaurantes que los indicados, incluyendo los de los jardines de Palermo y de la Costanera (Sur, para la época), que los lectores memoriosos podrán agregar.

Un gran conocedor, el periodista Antonio Díaz Funes, hablaba de la era de los manteles blancosrefiriéndose a los restaurantes de los años 30, que uniformemente tenían esa característica. Recuerdo que su memoria registraba, entre otros, el Río Bamba (Riobamba y Santa Fe), uno de los primeros con comidas para llevar; el Munich de Costanera Sur (hoy Museo de Telecomunicaciones) y el Munich del Once (Plaza Miserere) (Perón y Pueyrredón, famoso, aunque no lo crea, por la calidad de su caviar); Barrachina (Corrientes y Talcahuano, que se decía propiedad de Lola Membrives, con gran paella); Linterna de Génova e Il Coraggio (vecinos en Entre Ríos e Independencia, y reconocidos por su saltimbocca, mozzarella in carrozza, fegato alla veneziana y fettuccine a la bolognese); La Terraza (Corrientes y Paraná, tertulia de la redacción del diario Crítica); El Tropezón, con su puchero y la mesa 48 de Carlos Gardel, y Robino (Sarmiento y Montevideo, cuyos únicos platos eran buseca, matambre casero y queso provolone).
Los viejísimos pioneros. Una hipótesis sostenida por Vicente Gesualdo afirma que ya en la primera fundación de la ciudad, en 1536, hubo tabernas donde se bebía vino y aguardiente, se jugaba con naipes y dados, servían de aguantadero de las mujeres enamoradas , notable metáfora de las prostitutas, y probablemente se comía algún tentempié. El principal testigo de ellas sería el poeta Luis de Miranda. Pero debieron durar poco, puesto que los querandíes se cansaron de abastecer a la ciudad y, como cuenta Ulrico Schmidel, las cosas llegaron a la antropofagia.
El paso siguiente es una casa de juegos, naipes, dados, ajedrez y billar, instalada en 1610 en Alsina y Bolívar, propiedad de Vázquez & Vergara, que la usaban como fachada para sus más lucrativas actividades como contrabandistas. Se dice que el local fue construido por el florentino Baccio Filicaia, autor también del primer Cabildo, que en 1616 habría instalado otro local similar en Bolívar e Hipólito Yrigoyen.
A partir de 1760 comienzan a registrarse con mayor certeza cafés, chocolaterías y casas de juego, pero escasísimos restaurantes. Café de los Catalanes, Café de Marcos, Café de la Comedia (Reconquista y Cangallo, donde el francés Raymond Aignasse ofrecía una buena cocina y hasta servicios de catering), Café de la Victoria, Café de París, Café de Malakoff, etcétera, y ya a mediados del siglo XIX, Confitería del Gas, Confitería del Aguila, Confitería del Molino, Café Tortoni...
Recuerdos de restaurantes hay menos, pero están la Fonda de la Catalana (Rivadavia y 25 de Mayo), que en 1865 ofrecía bacalao, hongos con porotos, chorizos fritos, berenjenas rellenas, arroz con leche, brevas en almíbar a la Humaitá -según aviso publicado en el diario El Nacional-; El Imparcial (en Victoria y Salta), aparentemente fundado en 1860 y con varias refundaciones, que sería el restaurante superviviente más antiguo de la ciudad, y el hotel de Doña Clara o Mrs. Clark (25 de Mayo entre Corrientes y Sarmiento).
Quizás el más lujoso fue el Thorndike´s Restaurant (en la barranca del río), definido por el British Packet del 10 de octubre de 1844 como una casa de placeres, un jardín de recreación , con billares, salón de baile, salones privados, casa de baños, pileta de natación, jardines y lujosa cocina.
Y, en el otro extremo, fondas como La Ratona, en Cangallo, con puchero, carbonada, zapallo, guiso de carnero, olla podrida y mondongo, este último especialidad muy preciada de La Catalana (Victoria y Defensa). Y también El Vinacho, bodegón de la calle Talcahuano, punto de reunión de los actores de la época.
Para formarse una idea general de cómo eran los locales de la última parte del siglo XIX, nada mejor que el testimonio vivo de Aníbal Latino (Tipos y Costumbres Bonaerenses, 1886), seudónimo de José Ceppi, periodista nacido en Génova y de larga actuación en La Nacion. Nos cuenta: "Enfilé por la calle 25 de Mayo y entréme en uno de los muchos hoteles que hay en ella. Figúrese el lector el que quiera, que para el caso es lo mismo. Busqué la mesa más pequeña, en el rincón más apartado, y empecé a ojear la lista del día. ¿Hay alguien que sea capaz de averiguar en qué lengua o dialecto se escriben las listas de los hoteles y demás casas de comida? Son una corrupción monstruosa de español, francés, italiano, inglés, alemán... Predominaba allí el elemento europeo. Una señora comía sendos pedazos de pan hondamente reblandecidos en espeso chocolate de Godet. Otras, varias tiras de tagliarini, una ración de pollo, ravioli, bifsteak , tajadas de pavo."
Este conjunto lleva al autor a reflexionar: "¿No tiene fisonomía especial Buenos Aires? Sí, señor, tiene fisonomía cosmopolita... Mientras los italianos toman mate o se vuelven rumbosos y poco dados al ahorro, hay porteños que rabian por los tagliarini y los ravioli. Se tiende, pues, a la uniformidad por concesiones mutuas". Tal cual.
La memoria viva. Como dice Mempo Giardinelli sabiamente en El país de las maravillas , para combatir cierta natural inclinación a la desmemoria es imprescindible cultivarla como se cultiva una rosa. De alguna manera se llena así el enorme agujero documental que existe sobre la gastronomía pública (y también privada) en este país, donde -prosigue Giardinelli- sucede que la memoria no tiene utilidad práctica aparente y carece de valor de mercado, lo cual en la modernidad resulta fatal.
Saquemos las telarañas, pues, a la memoria personal. Cuando cumplí 10 años, mi padre, gran aficionado a la buena mesa, me llevó a festejar al Pedemonte. Era julio de 1943 y el salón, con sus decorados Liberty y el vitral que rompió Lisandro de la Torre en uno de sus arrebatos, brillaba bajo la mirada de don Julio Pedemonte.
Mi padre eligió lo que comería: torta pascualina de alcauciles, canelones de paté (que años después descubrí era pavita, jamón y lengua molidos) y, de postre, cascos de guayaba y una novedad, charlotte con salsa de chocolate. Tomamos una botella de Chateau Pape Clement, creo que de 1928. Don Julio se acercó para saludar al nuevo comensal y desearle muchas comidas felices... El lugar me impactó con su lujo y solemnidad. En 1970 virtualmente se derrumbó el edificio donde estaba, por lo cual se mudó a Esmeralda y luego al actual local en Avenida de Mayo.
No fue Pedemonte el primer restaurante en que comí. Varias veces habíamos ido al Dietze, frente a la plaza de Belgrano, siempre en verano, para disfrutar del jardín. Se parecía a una cervecería entre vienesa y bávara, con mesas y sillas de lata pintadas de verde, encerrada cada una en una herradura de ligustro. En el centro o a un costado del jardín estaba la plataforma, también con techo verde, para los músicos: de su música sólo recuerdo valses. El plato obligado era el bismarck , que consistía en una hamburguesa con un huevo frito arriba, con anchoas entre una y otro, acompañada con ensalada de papas con salsa de mostaza. De postre, helados en copas, coronados con crema. La cerveza era excelente.
Otro era el Albamonte, entonces en la calle Sarmiento, pleno Centro, donde mi padre pedía siempre sopa de achicoria, que yo, obvio, odiaba. Recuerdo el pollo con papas, los tallarines a la boloñesa y el flan con dulce de leche. También, en este caso generalmente acompañando a mi madre, íbamos a Harrod´s y Gath & Chaves, ambos lujosos y con un menú de corte francés. Era bastante popular por entonces que las carnes estuvieran coronadas por una rodaja de limón con un pedacito de manteca y una o dos hojitas de perejil arriba: se aplastaba todo junto y con ello se untaba el bife o la milanesa.
En 1949 descubrí el Munich de la Recoleta, que entonces ocupaba la mitad del de hoy, pero cuyo menú sigue igual, aunque en aquellos momentos la espinaca a la crema era una novedad. Popular tanto entre las niñas que no querían engordar como para los que andaban mal del estómago era lagallina a la americana , que allí está aún si quieren probarla.
La Emiliana, que estaba en su espectacular salón de Corrientes 1431 -inaugurado la Nochebuena de 1934, con sillas y percheros Thonet importados de Viena- era para días de fiesta: pollo al spiedo (heredado de la popular rotisería Vila, su antecesor inmediato), hígados de pollo a la veneciana, fettuccine con crema, omelette surprise. Y para las noches calientes estaba Los Patitos, en la cortada Carabelas, donde se disfrutaba de los patos Vicca , con pechuga hipertrofiada y siempre tiernos, lo que no sucede con los actuales herederos de su nombre. Para las despedidas de soltero era inevitable el enorme Loprete. Y en Vicente López u Olivos estaba Lanatta, con una blanca pérgola de entrada, donde se comían memorables ranas a la provenzal.
Los franceses . Durante fines del siglo XIX y principios del XX fueron surgiendo restaurantes más o menos franceses, mayormente con el estilo bistró, salvo probablemente el Périgord, sobre Libertador en San Isidro, que intentaba una gran cuisine con buenos patés, bien caro para la época. Y, sin duda, el primer Au Bec Fin (Arenales y Libertad) de monsieur Maquestiau, el único que ofrecía truchas vivas, coleando en la pecera, para que el comensal eligiera la suya.
El Grill del Plaza, a su vez, manteniendo la decoración de 1911, hacía convivir el asado con cuero con la mejor suprema a la Kiev que haya conocido Buenos Aires; el puchero, con la langosta Thermidor.

En un nivel más bistró, o de cocina regional, la perla fue el inolvidable La Casserole (Carlos Calvo y Sarandí), donde el cinematográfico trío del cocinero César (Zuliani creo que era su apellido), oriundo según los días de Marsella o de Toulouse; su mujer, Thérese, con el más inefable mal humor, y un prodigioso mozo boliviano generaban una energía gastronómica admirable para disfrutar brandade de morue, bouillabaisse, pierna de cordero asada con ajo y romero, y muchas otras cosas, según el mercado y el humor de César.
El mozo boliviano atesoraba una lista telefónica de sus clientes más fieles a los que llamaba para avisar que César había cocinado para hoy confit de canard o tripes a la mode de Caen.
El gran cambio . Aunque quedan muchísimos lugares por recordar, nos adelantamos a mediados de la década del sesenta, en la cual se produce la gran revolución de la cocina argentina.
La primera puntada la da Roberto Fernández Beyro, cronista de restaurantes de La Nacion, gran amigo de Marta Beines (nacieron el mismo año, 1909, e hicieron la primaria juntos), asesor de restaurantes y brillante cocinero. En un pequeño local de la calle Honduras cerca de Mario Bravo, abrió Monty´s, donde, sin renunciar a su admiración por la cocina francesa, presentó platos inéditos en la Reina del Plata, como una variante del sirí recheado brasileño, frescas combinaciones de frutas, vegetales y carnes, recetas desconocidas de la cocina regional francesa, todas en versiones personales.
En 1968 estalló la bomba: Carlos Alberto Gato Dumas, un joven flaco con barba y rulitos, autodidacto aunque con buenos maestros londinenses, inaugura en la calle Junín dos cosas: su restaurante La Chimère y la Recoleta tal como la conocemos. El restaurante rompía con todo lo conocido. Un techo muy alto, paredes blancas con grandes cuadros, una gran mesa con una cornucopia vegetal encima; en fin, una ambientación que no se había visto nunca. Luego venía el menú, con platos originales que implementaban una nouvelle cuisine cuando la propia francesa estaba en pañales.
Por ejemplo, el gazpacho no venía en una cazuela, sino en una caviarera , o sea, un gran recipiente lleno de agua, con un pescadito colorado nadando, en la que se sumergía otro recipiente con el gazpacho que, en mi memoria, era rojísimo. Había, entre otras novedades, taramasalata, champiñones de Homero, lomos quiméricos ardientes (o algo así)... o sea, todo era creativo, hasta los nombres de los platos (luego tan abusados por la posteridad). La revolución de Dumas demostró que se podían hacer otras cosas y abrió las puertas a
Ada Concaro,
Francis Mallmann, 
Martín Carrera y tantos otros, hasta las oleadas de los jóvenes cocineros actuales.
En 1972 se produjo otro cimbronazo: el restaurante Swissair (Santa Fe entre Suipacha y Esmeralda). Fundado por la compañía aérea contó, hasta su cierre, en 1979, con cuatro maestros suizos en la cocina: Tuor, Muntwyler, Stalder y Knecht, que ofrecieron la cocina más refinada y compleja que hasta entonces había conocido Buenos Aires. Enseñó el uso de la crema (que luego se convirtió en una obsesión), de los vegetales (en la estación había, por ejemplo, una docena de recetas de espárragos), incorporó platos de la culinaria suiza, alemana y de otros horizontes. Su estilo fue (mal) copiado a mansalva y ha influido notablemente en la cocina que podríamos llamarporteña moderna. Hay mucho más. Sin contar que, como recordaba Borges, en las enumeraciones lo primero que resalta son las omisiones. .
Texto:
Fernando Vidal Buzzi


Clarin.com Sociedad
11/10/13 Murió Fernando Vidal Buzzi
Referente del periodismo gastronómico
Era uno los críticos más reconocidos del país, creador de la guía que "premia y castiga".

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