Pasaje Guemes (2a parte)
por Enrique Espina Rawson para Fervor por Buenos Aires
Hoy, 2015, nos cuesta imaginar a la Galería, como algo que en su momento pudo haber sido considerado moderno. Su abrumadora abundancia de bronces, mármoles y vitrauxs, nos transporta más al recuerdo de templos y catedrales remotas que a los requisitos y cualidades que debíamos suponer en un edificio que se conceptuaba de avanzada.
Se llegaba a las plantas superiores por catorce ascensores, atendidos por ascensoristas, con velocidad de 140 m por minuto, provistos por Otto Franke y Cía, firma que también instaló montacargas y montaplatos para los negocios y locales que requerían de ellos.
Nos interesa, más allá de datos técnicos, consignar algunos acontecimientos, quizás pintorescos desde la óptica actual, que ubicaron a la Galería Güemes, desde su inauguración, como un hito insoslayable de nuestra ciudad. En el Teatro Florida, ubicado entonces en lo que hoy es la sala Astor Piazzolla, se celebró la inauguración del edificio, el 16 de diciembre de 1915. Imaginamos los palcos y las butacas tapizadas de terciopelo azul, las cortinas, las alfombras y las luces de la nueva sala que abría sus puertas a un público selecto que acudía con gravedad y asombro a un acontecimiento que suponían histórico.
El tema convocante, al menos, lo era, ya que se trataba de una disertación sobre el General Martín Miguel de Güemes, a cargo del Dr. Ricardo Rojas, figura relevante de la literatura por esos años. Asistiría el Presidente de la Nación, Dr. Victorino de la Plaza, con su gabinete, el Intendente Municipal, el Arzobispo de Buenos Aires, y todos quienes significaban algo en la política, el comercio y la sociedad porteña.
Bien mirado, se nos ocurre que esta conferencia poco tenía que ver con el tardío y deslumbrante art-nouveau del edificio, ni con la pompa y circunstancia del relumbrón social sintetizado en la presencia de tan distinguido público que, seguramente, poco apreciaría la substancia y significado de controvertidos temas históricos del Norte argentino. Menos aún sabemos si esas damas de costosas y elegantes toilettes, y esos relucientes caballeros de galera de felpa y cuello duro que aplaudían al orador, imaginarían que en ese mismo escenario cubierto de flores, transitarían años después fatigadas bailarinas de strep-tease, secundadas por cómicos de mala muerte, cuya mayor gracia consistía en trenzarse en diálogos escatológicos con integrantes del respetable público. Pero, como decimos, eso fue décadas después, cuando el teatro y la misma galería, decayeron en la consideración ciudadana que nunca debió haber perdido.
Hoy, 2015, nos cuesta imaginar a la Galería, como algo que en su momento pudo haber sido considerado moderno. Su abrumadora abundancia de bronces, mármoles y vitrauxs, nos transporta más al recuerdo de templos y catedrales remotas que a los requisitos y cualidades que debíamos suponer en un edificio que se conceptuaba de avanzada.
Sin embargo, considerando algunos datos, esta idea se refuta fácilmente. Veamos: Los dos cuerpos, el de Florida y el San Martín se dividían según funciones. El de Florida se destinaba a departamentos, y el de San Martín a oficinas. Estos departamentos no estaban destinados a familias. Tenían dos ambientes, baño y cocina. Típicos para ser utilizados por solteros o pasajeros por cortas temporadas.
Se llegaba a las plantas superiores por catorce ascensores, atendidos por ascensoristas, con velocidad de 140 m por minuto, provistos por Otto Franke y Cía, firma que también instaló montacargas y montaplatos para los negocios y locales que requerían de ellos.
La calefacción era provista por radiadores a vapor, alimentados por una caldera central, y la sequedad del aire que causaban era compensada con periódicas inyecciones de agua enfriada y vaporizada. Nada mal, por cierto. Podríamos agregar que el edificio podría ser considerado, no sabemos si inteligente como los de última moda, pero si autosuficiente.
En el mismo predio se hallaban cantidad de negocios de toda índole, para provisión de los más variados artículos, vale decir, al alcance de la mano de los moradores del edificio. En el cuarto y quinto piso del sector San Martín, existía una casa de baños turcos, con otras especialidades como los baños romanos, aromáticos, hidro-terapia, y hasta una pileta de natación al aire libre, en la terraza del quinto piso.
Si los moradores querían un restaurante, tenían uno en la planta baja, y otro, espectacular, instalado a todo trapo en una sala de 21 x 30 m del piso 14, desde cuyos ventanales tipo bow-windows podían ver toda la ciudad. Para una vista más amplia aún, podían concurrir al mirador que corona el edificio, y de allí contemplar con un poderoso telescopio las costas uruguayas.
¿Qué más? Bueno, en una sala exactamente igual a la que ocupaba el teatro Florida, y en espejo a este, había un cabaret. No era uno más de los tantos establecimientos de este género tan frecuentados en los 20´, ya que tenía las características de un club privado, al cual, naturalmente no ingresaba todo aquel que se lo propusiera.
Su principal accionista era Carlos Alfredo Tornquist, hijo de don Ernesto Tornquist, fundador del banco que llevaba su apellido, y propietario de estancias, comercios y, para decirlo de una vez, del Plaza Hotel. Era un personaje de gran actuación social, pero también muy vinculado a la bohemia del tango y de la noche. Sus amigos y personalidades de visita en Buenos Aires tenían pase libre para ingresar al Abdullah, que tal era el nombre del suntuoso lugar. Se inauguró a poco que lord Carnarvon y Howard Carter revelaron al mundo el interior de la tumba de Tutankhamón, lo que constituyó un acontecimiento absolutamente sensacional y, al mismo tiempo, generó una exótica moda que se extendió rápidamente, y que tuvo multitud de seguidores en nuestro país.
Tanto fue así que el interior del cabaret fue íntegramente decorado con réplicas de los asombrosos objetos y adornos que colmaban el sepulcro. Las columnas que enmarcaban los palcos semejaban el sarcófago con la máscara del faraón, y cocodrilos del Nilo y Nefertitis se distribuían por los muros.
Un furor semejante al que vivió Francia luego de la invasión de Napoleón a Egipto, pero que en esta ocasión se extendió al cine, a la literatura popular, a la música (se inventó el camel-trot, pretendiendo emular al universal fox-trot) y hasta a las corbatas que llevaban estampados diseños similares a los de los cigarrillos “Camel”.
Como toda moda, esta pasó prontamente. Pero lo cierto es que el Abdullah merece figurar en la historia del tango. Para amenizar sus noches fue contratada la elegante orquesta de Osvaldo Fresedo, y, posteriormente, la de Juan Carlos Cobián. Contradiciendo la leyenda, podría suponerse, con razón, que el tango era más practicado en los salones de alto estilo que en los trajinados patios de arrabal. El tango-canción también hizo alusión al Pasaje Güemes- citándolo simplemente como “el pasaje”- en “Muñequita”, el tema entre divertido y nostálgico de Herschel y Lomuto, grabado por Gardel en 1920. En sus versos se patentiza el despreocupado trascurrir de los habitués que frecuentaban sus instalaciones.
Véase: “Me acuerdo que por Florida, / paseaba en su voiturette, / y siempre andaba vestida por Paquín o por Georgette. / Hasta le tenía un carruaje / lancha en el Tigre y un Ford / garconniere en el Pasaje con todo lujo y confort”.
Y agrega: “La tenía muy mimada por lo elegante y bonita / por eso la muchachada la llamaba Muñequita / jamás faltaba en su mesa flores ni marrón glacé / todo era alegría y riqueza y correr champagne frappé”
La Galería ha sido restaurada en los últimos años, pero algunos ultrajes continúan. En 1971 se incendió el frente que da sobre Florida. Se lo reconstruyó -o se lo suplantó- de la peor forma imaginable, con un diseño -por llamarlo de alguna manera- de una insoportable vulgaridad y que nada tiene que ver con el resto de la construcción. ¡Ojalá algún día pueda ser restaurado de acuerdo a sus planos originales!
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